Mariposas Negras
No silbes, Elvio. Deja ya de silbar. Ve a buscar ayuda.
No silbes, Elvio. Deja ya de silbar. Ve a buscar ayuda.
Tu hijo ya no aguanta más. Deja de silbar tan triste. Tú solo silbas y no dices nada. Ve, hombre, no seas así...
Elvio, ve y busca ayuda cuánto antes.
La llorosa súplica de la mujer parece no tener destinatario; el enjuto rostro no se inmuta para nada. Parado, con los brazos cruzados, se detiene en el cuartucho y mira a través de la diminuta ventana una extraña y casi imperceptible nube negra en la lejanía de los cerros del soleado día. Caminaba de un lado para otro, deteniéndose a cada momento y mirando el horizonte, donde el viento hacía danzar las hojas.
Dejó de silbar y se quedó absorto y mudo mirando el extraño remolino, repleto de hojas y menudas ramas que cargaba el viento. El remolino se fue tan pronto como vino, pero algo insignificante y ligero se separó de él: una minúscula y extraña mariposa negra que se le acercó volando en pequeños círculos. Cada aleteo mostraba un par de líneas blancas en cada una de sus alas. Al momento de separarlas formaba una aterradora figura que asustaba a quienes la veían de cerca.
La mariposa era la disimulada máscara de la Parca que había elegido a quien se llevaría esa noche.
La noche parecía eterna. Caminaba por la mísera habitación, iba y venía, silbando y silbando. El niño despertaba a cada rato por la tos, presa de constantes convulsiones mezcladas de un cansino llanto que aumentaba la pena de la madre que, sentada a un costado de la cama, limpiaba el sudor de la frente del niño. Lloraba en silencio, resignada ante la fatalidad de su cruel destino y con pocas fuerzas para seguir sosteniendo al moribundo hijo.
— Elvio, no silbes. Calla. Ya va a amanecer y tú sigues silbando y silbando.
En el rincón más oscuro del pequeño cuarto, el famélico abuelo sostenía entre sus huesudas manos un destartalado rosario, con el cual rezaba en voz baja. Los perros aullaron al oscurecer el día; desgarradores y largos lamentos se escucharon toda la noche. El tenebroso aullido del zorro contribuyó quebrar el nocturno silencio y los sumurucucus –pequeños búhos-, con su horrible gorjeo y su estrepitoso batir de alas rompieron, definitivamente, la calma. El conjunto de aullidos, quejas y sonidos extraños formaba una especie de desafinada y macabra orquesta.
Los recuerdos se apilan uno a uno, como si fueran una pared de adobes. Los recuerdos vienen, pero no interrumpen a los obsesivos brazos que siguen trabajando. Las callosas manos sangran por el esfuerzo, pero siguen cavando.
El azadón en sus manos se mueve una y otra vez, sin dar tregua a su labor; se levanta y golpea la tierra seca buscando doblegarla. Ese año la sequía fue la peor de todas; no llovió por mucho tiempo. Se secaron los cultivos, las plantas no dieron frutos, los animales enflaquecieron hasta parecer espectros por la falta de pastos; el florido terreno se convirtió en un triste páramo.
Era abrasador el calor del sol y parecía multiplicarse cada segundo, secando la tierra y exprimiendo la última humedad de sus entrañas.
— Elvio, basta, ¡basta, por favor! Ya no silbes. Mira a tu hijo, está ardiendo en fiebre.
Ya va a amanecer y tú no vas. Tampoco fuiste por tu otro hijo. No quiero que este también muera. Elvio, deja de silbar tan triste y ve a buscar ayuda, por favor.
Debe seguir cavando, lo sabe; la fosa debe ser más profunda para que no vengan los perros a escarbar. Ya casi está lista. Golpea con más fuerza, no quiere que el cuerpo parezca recién enterrado. Aunque el Corregidor le dijo que debía quemar los cuerpos para no propagar la peste. Pero no, su esposa no deseaba eso. Ella quería sentir la tierra cubriendo su cuerpo y reposar junto al resto de su familia, rodeada de sus seres más queridos en el descanso eterno.
Recordó que el insecto no quería marcharse de su rancho. La mariposa se acercó volando en pequeños círculos alrededor del niño que no dejaba de toser; luego, voló en torno a la mujer. Cuando el abuelo la vio, se persignó dos veces sin soltar el rosario de sus manos y se puso a rezar con mayor prisa y mucha fe. Elvio siguió silbando, sabía por qué vino la mariposa. Siempre lo supo.
El horrendo insecto volaba de un lado a otro, subía, bajaba, daba vueltas, incansable, aleteando, mostrando el lúgubre dibujo que formaba en cada batir de alas. Cuando la mariposa salió por la ventana, un pesado y tétrico silencio se sintió en el cuartucho; una curiosa calma envolvió al rancho y la tos del niño no se escuchó más.
Solo, en la cima del cerro, el escuálido cuerpo apenas cubierto por unos andrajos y un sombrero viejo, prosigue su faena. Nada interrumpe su último trabajo; nadie distrae su atención. El viento sigue escalando el montículo, araña cada uno de los lugares que toca, forma pequeños remolinos jugando con la tierra; silba Elvio y silba el viento, el mismo dolor y la misma soledad al unísono. El astro rey arde más que nunca, no deja un solo lugar sin iluminar. A ratos, el viento se detiene y el sol se vuelve más inclemente. El calor es tan fuerte que parece el infierno mismo esparciéndose en mil lenguas de fuego: quema las plantas, las piedras, cada pedazo de tierra. Todos sufren la infernal caricia del ardor celestial, menos Elvio, que sigue silbando y silbando, indiferente a lo que ocurre alrededor suyo.
— ¡Deja de silbar! Fueron las últimas palabras que escuchó poco antes de cerrar los ojos de su esposa.
Lo mismo le dijo su padre, cuando sentenció que debía llevar al resto de la familia a otro lugar. La peste era implacable y nadie saldría con vida si no partían pronto. Pero marcharse
¿Adónde? ¿Qué otro lugar conocía aparte de ese?
En el árido cementerio de la montaña, Elvio silbaba solo. Faltaba únicamente una tumba. Allí vio, otra vez, en lo alto de la colina, la extraña nube negra que se acercaba cada vez más. Junto a sus oídos escuchó un suave aleteo. Era la primera. Lo sabía. Siguió silbando. La cruz también estaba lista. Pero ¿quién la pondrá?
Se detuvo un momento para limpiar el sudor de su arrugada frente con la palma de su mano, y escupió a un lado. Sí, era sangre. Lo sabía. Pero él debía ser el último en partir.
Faltaba poco. Continuaba silbando. Las ampolladas manos sangraban más. Nada detenía su trabajo. El sol parecía marcharse por fin; en su lugar, el viento tomaba fuerza y la noche empezaba a cubrir con su manto de negrura la punta de los cerros.
La mariposa negra ya no estaba sola, otras revoloteaban junto a ella. Apresuró su trabajo. Ya casi concluía, un poco más. Seguía silbando. El viento no se iba, las pocas mariposas negras volaban en pequeños círculos y cada vez más rápido, resistiendo al viento que aumentaba paulatinamente. El viento silbaba;
Elvio también. La noche llegaba, la vida de Elvio se esfumaba, avanzaba el crepúsculo, el número de mariposas se multiplicaba. Pero él seguía silbando y silbando.
El círculo de mariposas negras era incontable. Parecían brotar de la joven noche. El cielo estaba nublado y las mariposas ayudaban a oscurecerlo aún más. El azadón sonaba apenas. El silbido triste era más fuerte. Seguía cavando, cada vez con menos fuerza, pero con mayor frenesí. Era incontenible la faena. Seguía y seguía, ofuscado por terminar su trabajo; sin embargo, seguía silbando y silbando.
En la remota penumbra de la montaña, la noche, el silencio y la soledad llegaron vestidos de un lóbrego batir de alas. La nube de mariposas negras que parecía tan distante estaba sobre Elvio, volando en permanentes círculos a su alrededor. El viento corría con mayor prisa y como un lejano lamento, se escuchaba en la perenne noche, el interminable eco de un lastimero grito:
- ¡Elvio!, ¡Elviooooooooo…!