Del libro de Gonzalo Lema: “ -Novela- Los muertos más puros -Cuentos- Mariposas Amarillas”
El recién nacido
Un completo cielo de ceniza, cargado de agua y flores menudas del monte (que el viento y las sucesivas brisas habían arrancado de sus frágiles tallos de fantasía y puesto a volar con los pájaros fugitivos),



Un completo cielo de ceniza, cargado de agua y flores menudas del monte (que el viento y las sucesivas brisas habían arrancado de sus frágiles tallos de fantasía y puesto a volar con los pájaros fugitivos), recibió a los recién llegados de la lejana ciudad de Tarija. Entre Ríos era un lodazal rojo repleto de charcos y sapos entre sus calles, rodeado de matorrales verdes y espinosos trenzados para siempre en las colinas próximas. El nutrido trueno reventaba sin relámpagos y los ríos tumultuosos se estrellaban violentos y empecinados contra las grandes lajas de sus riberas. No había paisaje igual sobre la Tierra.
La familia ingresó a la plaza al andar de sus caballos. La colina de la pampa, aquella que había servido para el tendido de las carpas del hospital durante la triste guerra del 32, y que con los años se volvería una cancha de fútbol, muy pronto se invisibilizó detrás de un velo gris de agua gruesa y coloridas florecillas empapadas. La lluvia llegaba de lo profundo del Chaco y espantaba a su paso a los feroces cuchis salvajes tanto como a los conejos silvestres, se metía abundante en la hierba del entorno y entre las losetas de piedra de aquellos patios cuadrados del escaso caserío. Las mujeres corrían por su escoba de paja, abrían la puerta de calle y barrían hacia afuera toda el agua que amenazaba con inundar sus habitaciones. Pero el intenso calor del verano no amenguaba todavía.
La familia se dirigió hacia la iglesia con el ánimo estragado por todo. Ajenos a la amenaza de la tormenta, siempre mirando al frente, recorrieron aquella distancia sin secarse los rostros ni vaciar el ala de sus sombreros. Se sabían vistos por cada ventana sin que hubiera necesidad de ver recorrer los fruncidos y pálidos visillos. Arturo, el padre, iba por delante montado en el caballo más pequeño pero también el más chúcaro. Su rostro parecía una máscara impenetrable que guarecía un rencor profundo. Detrás suyo, con los dientes apretados y un grito ahogado por el llanto interior, Isaura, la hija embarazada por el teniente de policía llamado Pedro Arcarás. Siempre en fila de uno, María, la madre atrapada entre su inmenso amor a Isaura y el respeto dominante de su marido. Algo rezagado, Gonzalo, el hijo menor arrancado del aula de la escuela y puesto sobre el caballo para marchar con la familia en el propósito ineludible de restaurar la dignidad mellada.
Sin bajarse del caballo, Arturo tocó con carácter el elevado aldabón pesado de la puerta lateral de la iglesia de piedra roja.
La lluvia densa y sonora cubrió toda la colina de la pampa y avanzó con mucho brío sobre las primeras casas. Un solitario loro choclero surgió del fondo mismo de la copiosa lluvia y se internó raudo y bullanguero en el follaje del inmenso almendro de la plaza. Una señora norteña cruzó muy apurada la calle del frente y desapareció doblando la esquina. Iba abrigada por una frazada desde la cabeza hasta las piernas y unas medias de lana que se perdían en la profundidad de su pollera.
Después, la quietud a la espera de la lluvia inminente.
-¡Arturo, hombre! -sorprendió la voz maciza del párroco español-, ¡Qué momento es este para tocar la puerta!
La familia saludó en coro (“¡Buenas tardes, padre Julio!”) y agachó sin más la cabeza. La lluvia continuó su avance desde la pampa, se detuvo sobre el techo de los Jaramillo y, curiosamente, se quedó allí. A la plaza le llegó una ráfaga empapada de agua pero nada más. En alguna casa vecina se oyó trabajar una picota apurada.
Arturo escupió al barro rojo una pizca de saliva verde de la coca y se limpió la boca con el dorso de la mano. Su hijo Gonzalo se quedó mirando el globito tembloroso hasta que desapareció aplastado bajo la pata nerviosa del potro. Se sonrió. Las dos mujeres se mantuvieron en completo silencio e inmóviles. Pronto iría a oscurecer y aún quedaba camino para largo.
-El hombre se ha negao -dijo Arturo observando la lluvia quieta. Y cuando miró hacia el piso, un hilo de agua le chorreó del sombrero-. Dice que puede ser de otro. “¿Por qué tendría que casarme?”, me ha dicho. “Yo no tengo ninguna seguridad de que el hijo sea mío, pu\
-¡No me digas, hombre! -exclamó molesto el padre Julio-. ¡Pero qué desvergüenza de tío!
El llanto contenido de Isaura se manifestó nítido. Pedro Arcarás no la había mirado mientras negaba su paternidad ni tampoco cuando la familia giró en redondo para marcharse de las puertas del cuartel. De inmediato se dio la vuelta y desapareció en las sombras del corredor de los oficiales. La imagen de su desprecio había calado en su pecho con una violencia súbita e imprevista. Isaura no la olvidaría jamás.
-“No es bueno dejar una cría sin padre”, le he dicho yo -contó Arturo y volvió a escupir el jugo verde-. “Los hijos se crían rebeldes y hay veces que se vuelven delincuentes...” —Es verdad -confirmó el sacerdote.
Gonzalo esperó con paciencia que la pata del caballo volviera a pisar el nuevo globito, pero el animal se limitó a sacudir su cuerpo y resoplar un tanto impaciente.
-Se ha visto casos -dijo Arturo todavía sin mirar al padre-. Ahora se va a quedar en Tarija, pero pronto lo van a destinar a San Lorenzo. Es de ley, eso. Así que va a estar más lejos de su responsabilidad... Voy a tener que viajar una jomada más para apretarle los chinchulines.
-¡Hombre!
El padre Julio salió con todo el cuerpo bajo el marco de la puerta. La lluvia del sur del pueblo estaba en el cementerio y avanzaba rápido hacia el mercado. En segundos llegaría a la plaza y dejaría “sopas” a sus visitantes. A él mismo. Él veía todo porque continuaba en el desnivel de dos gradas altas de la puerta. Ese riesgo inminente lo tenía nervioso.
María giró el cuello para consolar a su hija. Tuvo el impulso natural de acariciarle las mejillas, pero no terminó el gesto por temor a su marido.
-Todo se va a arreglar -le dijo, sin embargo, en un susurro-. Además, los hijos son sólo de la mamá. ¡No te amargues, tonta!
Arturo volvió a escupir al piso y no levantó la vista. Un hilo de agua chorreó de su sombrero: -Eso es -dijo, sin mirar al padre-. Mi vaca también está pariendo en estos días, así que estoy de suerte, se diría, pu.
El padre Julio tardó un momento en comprender lo escuchado, luego se carcajeó a pulmón lleno. “¡Qué cosas dices, hombre!” Y volvió a mirar a la lluvia del sur pensando que los turcos habrían levantado sus telas y sillas para evitar desastres. En segundos el agua caería de lleno sobre sus cabezas por unas buenas horas. Por eso croaban alborotados los sapos.
-¿Algo más? -preguntó desde su altura mirando a las cuatro visitas-. ¡Que se nos viene toda el agua del cielo divino!
Gonzalo miró hacia la pampa y advirtió que esa lluvia había vuelto a movilizarse. La del sur ya estaba sobre ellos. Sin embargo, no se preocupó. Tampoco nadie de su familia. Se sabía que la lluvia no mataba. Ni siquiera hería. Mojaba, nomás.
Arturo le contestó: -Nada más, pu -dijo, y se acomodó en la montura con calma-. Tenemos nuestra buena hora hasta El Barrial, mejor nos vamos yendo.
La familia marchó hacia la lluvia en el mismo orden de siempre. Los caballos iniciaron un trote impaciente de retorno a la chacra. Salieron por la pampa y treparon una calle empinada con apenas cinco casas muy pobres, y bordearon sin hablar el seto vegetal del cementerio en la colina, y pronto se vieron ante el turbio y sonoro río de Santa Ana. Las manchas oscuras de los sauces llorones en ambas orillas, cubiertos por el velo de la lluvia espesa y el horizonte gris, impactaron en su frágil ánimo de inmediato.
-¡Parecen fantasmas! -asustó Gonzalo desde retaguardia-. ¡El retomo de los muertos! ¡Las carnes cuelgan de los esqueletos!
—¡Callá, vos! -ordenó su madre al niño-, ¡No seas bicho mal agüero!
Isaura no alzó la vista en ningún momento. Para ella, que tenía toda la piel del alma fruncida por la pena sin fondo, hasta los días de sol radiante se le mostraban grises y fríos, y las mismas personas le parecían diablos.
El caballo de Arturo mostró el camino para llegar a la otra banda. Él le soltó la brida y el animal agachó la cabeza para mirar el lecho pedregoso del río. María se acomodó mejor en la montura y dejó que su caballo diera un paso detrás de otro a su propio ritmo. En cambio Isaura pasó una pierna por sobre la cabeza del caballo y montó como los hombres. En ese esfuerzo le tiró fuerte un músculo del abdomen que ella supo callar. Y Gonzalo, que feliz dejó que su caballo hiciera lo que quisiere, inclusive detenerse por un momento en plena corriente para observar el magnífico paisaje con la luz pobre del día muriéndose.
La lluvia arreció mientras ellos marchaban por un senderito en medio de las chacras. Los setos espinosos de tanta propiedad colgaban a lo largo del camino y rasmillaban las piernas. Los churquis grandes oscurecían todo el paso con su follaje tupido, y las flores silvestres morían aplastadas en el barro bajo los cascos apresurados de los caballos.
Cruzaron al paso dos quebradas llenitas de agua barrosa y de piedras inmensas cubiertas de un grueso musgo verde y ciempiés erizados, y luego se internaron por el sendero de barro y pozos ocultos que anunciaban el fin de su agotador viaje.
¡Dos meses de ausencia para semejante decepción! ¡Si daba ganas de matar a ese maldito!
-¡Papá, mamá! -gritó Lucho de pie en la cima misma del sendero.
Una lámpara de luz amarilla surgió en medio de la oscuridad. Como si los gritos fueran para ellos, los cuatro caballos retomaron el trote, hasta la misma vivienda, apurados e impacientes por descansar en su propio corral.
-¡La vaca está pariendo! -les informó el jovenzuelo a los gritos y con la lámpara balanceándose en lo alto de su mano.
Arturo se descabalgó apurado y corrió detrás de su hijo alborotado en lo alto sin decir nada. Gonzalo se disculpó de su madre e hizo lo mismo de inmediato: saltó del caballo y se despreocupó de desensillarlo.
Corrieron por un sendero delgado, apenas orientados por la luz sucia de la lámpara. Las intensas lluvias continuas se habían quedado anegadas en el pasto y las hierbas, y las ojotas resbalaban a cada paso. Los troncos de los quebrachos, acumulados para leña durante el invierno pasado, habían terminado resbalando por la suave pendiente de la colina, provocando los tropezones de los tres hombres.
-¡Caracho! -se enfureció Arturo-. ¡Todo el rancho parece cayéndose!
Lucho llegó a la cima y abrió la puerta de un corral. Sobre la bosta y el barro, bajo la copa de un paraíso, se hallaba la vaca fatigada. Arturo la palmeó en las costillas y le susurró palabras dulces, y Gonzalo le acarició la frente y las orejas.
-¡Ya se viene, caracho! -gritó Arturo, intranquilo. También se frotó las manos-. ¡Vamos a ayudarla, changos!
La vaca mugió y quiso dar unos pasos. Gonzalo se lo impidió con las manos firmes en su cabeza. Un mugido doloroso desgarró el silencio de la noche lluviosa.
-¡Ya está, ya está! -anunció Arturo alborotado acuclillado a la espera de la cría-, ¡Alúmbrame en retaguardia, sonso! ¡De gana estás parado ahí, pu!
La vaca se impuso y caminó unos pasos, adolorida, mugiente. Volvió bajo el árbol y se echó. Sus mugidos se internaron en lo profundo mismo de la noche y la lluvia. (“¡Ya viene, ya viene!”) Pero pronto volvió a pararse y girar en estrechos círculos, incómoda, adolorida.
-¡Caray! -se enojó Arturo-. ¡No sabe lo que quiere, ésta!
La lluvia continuó cayendo con la misma intensidad. El bosque era una mancha negra y callada en los alrededores. La débil luz de la lámpara, para entonces colgada de la rama del árbol, arrancaba de aquellas tinieblas a la vaca, al hombre acuclillado y a los muchachitos de pie. El nacimiento del novillo era inminente.
De pronto, una poderosa ventosidad proveniente de las entrañas de la vaca reventó bajo el mismo cono de luz. El animal mugió adolorido, pero con resignación, porque recostó su cuerpo en el barro suelto y se dispuso a parir en esa posición.
Mientras tanto, Isaura ya no pudo retirar la silla de su propio caballo y se recostó en el catre. No habían cesado las punzadas en su vientre. Pero al principio, con la primera de ellas, había sentido la necesidad de doblar el cuerpo y dejarse estar por un momento pensando que se debía al cansancio de tantos días sin desmontar, aunque luego las punzadas fueron siendo más regulares y dolorosas. Sintió que se le desgarraban las entrañas. Por último, empezó a dolerle la espalda. Deseó recostarse cuanto antes.
Su madre arqueó las cejas a la luz de una vela: -¡Entonces no son, ps, seis meses, sino nueve! ¿Te duele mucho?
Isaura dijo que sí.
María salió del cuarto, cruzó un ancho patio encharcado y tenebroso, y se metió en la cocina dispuesta a avivar la brasa del fogón. Pronto puso a hervir una olla de agua. Luego, sin más, se apoyó en el rústico marco de la puerta y empezó un llanto muy sentido.
Los gritos lejanos de los hombres no parecieron de alegría. Arturo se había vuelto loco e increpaba a sus hijos y al cielo sin cesar, y los chicos ya lloraban y chillaban sin que nadie entendiera nada. Los mugidos de la vaca no cesaban y todo indicaba un drama, una desesperación fuera de control.
De pronto, Gonzalo cruzó a la carrera la puerta de la cocina y montó en su caballo. De inmediato, corriendo el grave riesgo de rodar junto a la bestia en el barro grueso y los troncos, salió al galope por el sendero rumbo al pueblo.
María vio todo aquello. Angustiada, se frotó las manos. Caminó unos pasos intentando entender qué pasaba en el corral. La vaca y sus mugidos intensos le provocaron desesperación.
-¡Arturo! -gritó-, ¿Qué es lo que pasa? ¡Lucho!
No tuvo respuesta. La voz de su marido se mezclaba con el lamento triste de la vaca. El llanto de su hijo le desgarraba el corazón. Seguramente, la vaca se moría. ¡Ojalá se salvara la cría!
Ella insistió: -¡Lucho! ¿Qué es lo que pasa, por el amor de Dios?
Los gritos, los vagidos y la lluvia continuaron. Algo pudo escuchar en todo ese revoltijo (“¡Empujá, caracho, que no se salga!”) que la dejó aún más preocupada. Sin embargo, regresó al cuarto de su hija y se quedó en la puerta, pensativa, simulando tranquilidad.
-¿Cómo estás, Isaura? ¿Estás bien?
La muchacha se encogió en el catre y frunció el rostro. Sufría, como nunca, un dolor intenso que le separaba las vértebras y le desgarraba una y otra vez las carnes. De todas formas, levantó una mano indicando que sí.
Su madre volvió a hablarle: -Estoy preparando el agua y los trapos. En algo tenemos que envolverlo, pu.
Isaura se frotó en el catre y sintió la frente traspirada.
-¿Ya nació el ternero? -preguntó con poca voz.
María le dijo que no y afanosa volvió a salir.
Al cabo, alzó la pesada olla de agua hirviendo y la llevó al cuarto. De un rincón lleno de cachivaches se proveyó de dos cabos usados de vela para alumbrar mejor el espacio del catre de la parturienta, y de un viejo cajón de madera sacó un pedazo grande de tela que cortó con las tijeras.
-Cuando llegue el momento -explicó a su hija- vas a pujar fuerte. No te preocupes de nada, ni siquiera del dolor. Todo va a salir bien.
La lluvia golpeaba contra el techo de la vivienda de forma persistente y el ruido de las cañadas próximas crecía en intensidad. María se sentó en el taburete que le servía para ordeñar en las madrugadas, al pie del catre. Se puso triste pensando en su hijo que galopaba en la oscuridad. ¿Qué había pasado? ¿Cuál era su apuro? Desde donde estaba, el ruido de la lluvia lo era todo, pero ella percibía que su marido con sus dos hijos libraban una batalla fundamental.
Isaura gritó sorpresivamente y sacó a su madre de sus pensamientos. Un golpe inaudito en el bajo vientre había roto sus músculos y liberado un chorro caliente de sangre y líquido que le corría por las piernas como un torrente.
María se puso de pie de un salto para revisar atentamente a su hija. A pesar de la cuasi oscuridad, alcanzó a advertir la cabeza del niño. Asustada, metió las manos en la olla de agua hirviente y las mantuvo allí lo suficiente para considerarlas limpias. Cuando las liberó de semejante dolor, las tenía rojas e hinchadas como tomates maduros.
-¡Ahora! -ordenó-, ¡Puja, puja! ¡Con fuerza!
Isaura comenzó a pujar asustada con creciente intensidad. Un dolor sin nombre le cruzó todo el cuerpo. Sintió que se desvanecía sin remedio. Sin embargo, la conciencia que le quedaba le ordenaba pujar con fuerza, de manera consistente, y respirar llenando a plenitud los pulmones.
-¡Puja, puja, hija querida!
Los chillidos crecieron en la noche solitaria, oscura y lluviosa, hasta enredarse con los mugidos angustiosos de la vaca en el corral. La madre ya tenía la cabeza del niño entre sus manos (y los hombres al novillo en el piso y luchaban denodadamente empujando el inmenso útero a su lugar natural) cuando se escuchó el galope del caballo.
A los minutos, cesó la lluvia y afloraron luminosas las estrellas en el cielo de Entre Ríos. El ambiente pareció oxigenarse y pronto comenzó la música de las cigarras y los sapos. María abrazó a su nieto contra el pecho y colmó de besos la cabecita tibia. Su hija sonreía contenta observándolos.
Más tarde aparecieron en la vivienda juntos los tres hombres. Como si el cuerpo mismo se lo reclamara, Arturo liberó una carcajada sonora en el patio mientras sacudía sus ojotas. Sus dos hijos lo imitaron y proveyeron agua en un bañador para sacarse todo el barro. La luna y las estrellas se les reflejaban nítidas en el charco principal del patio.
-¡Ojalá se quede quieta, pu! -rogó el padre-. ¡Para que se salve! Eso es lo que necesita: reposo. ¡Tanto afán, che!
Gonzalo se sentía orgulloso de su ida y vuelta al pueblo en busca de las agujas y el hilo.
-¡Está bien costurada! -dijo Lucho-. ¡Ha de aguantar!
Así de contentos ingresaron al cuarto del recién nacido.