Del libro de Gonzalo Lema : “ -Novela- Los muertos más puros -Cuentos- Mariposas Amarillas”
Panadería Magañas
La lluvia sin fin había comenzado al amanecer del día de comadres al tiempo mismo que salía del homo la primera camada de pan.



La lluvia sin fin había comenzado al amanecer del día de comadres al tiempo mismo que salía del homo la primera camada de pan. Los padres de Rosario, tan disciplinados en su faena debido a los tantos años de ejercer el mismo oficio de panaderos, sintieron el golpetear del agua en la calamina y las latas del techo cuando en la realidad la lluvia se había convertido en un diluvio de proporciones bíblicas. Ajenos a lo que se veía venir, atizaron en el homo el fragor del fuego con sendos troncos de pino verde, convencidos como estaban de que su aroma de bosques otrora vírgenes endulzaba el pan y lo bendecía de buena suerte. La nutrida lluvia golpeaba como clavos toda la superficie del techo pobre y cualquier otro vecino hubiera hecho un alto serio en su faena para atisbar cuanto sucedía en el mundo, pero los esposos Magañas, envenenados de supersticiones propias del pueblo y de las tantas heredadas de sus sabios abuelos de la viejísima y remota Andalucía, sabían que por ningún motivo se debía detener el trabajo de ablandamiento de la sólida masa de trigo, menos aún la elástica masa incrustada de uvas, porque la suerte caprichosa cambiaba de signo y pronto el pan se quedaba en los canastos grandes, se enduraba sin remedio en las latas viejas de manteca y terminaba siendo molido para comida de los pájaros audaces que visitaban la huerta y el patio estrecho poco antes del atardecer.La abundante agua de los cielos se anunció con gotas gordas y tibias que caían cansinamente de a una sobre la grande mariposa amarilla que, de tanto irse de caricias con la preciosa margarita surgida en medio de feroces churquis, se quedó dormida. O sobre las menudísimas flores propias de ese monte que sucumbían sin más bajo su peso irreversible. Una gota bastaba al gusano rosado para que iniciara su penosa retirada a la ostra que lo vio nacer, y otra despertaba a los conejos que desfruncían la nariz un instante y terminaban de entender lo que su instinto les dictaba. Pero las gotas pronto se multiplicaron y entonces se arrastraron veloces las víboras de increíbles y nunca vistos colores, y los cuchis protestaban y de rabia se llevaban todos los matorrales por delante, y las charatas iniciaban sus torpes y tan tontas carreras que terminaban siendo aplastadas por la tierra roja y deslizante de las cumbres. Pronto el monte se convirtió en un lodazal por donde el agua y el barro buscaban su camino por caprichosos derroteros rumbo al río turbio y rugiente de gloria porque había llegado su momento en el verano. Todo ese monte acostumbrado a hervir en calores inverosímiles, sentía el alivio y lo expresaba dando de vagidos, exhalando su tufo agrio, retorciéndose aún más y alargando los colmillos hambrientos.La lluvia se apropió de las cumbres y removió las raíces de los bellos lapachos, de los toboroches barrigones, del formidable quebracho y echó a los suelos a más de uno. Bañó con sus aguas cálidas todo el polvo asentado en los matorrales de las colinas, deshizo para siempre las finas telarañas y escarbó la intimidad de la cueva del zorro. Todo lo llenó de agua roja como si ya se tratara de un castigo supremo. Continuó empecinada en las colinas pero se extendió afanosa al caserío del pueblo golpeando amenazante sus techos flojos, sus ventanas de muñecas y trabajó para ablandar las paredes de barro con paja, para inundar los aromáticos huertos de preciosas flores medicinales y árboles frutales, y amenazar con llevarse todos los trastos de las cocinas, las camas y hasta el mismo tedio que siempre se ha necesitado para vivir en paz.Rosario lo comprendió así observando el desastre recorriendo apenas el visillo. Un ligero estremecimiento de su piel, muy temprano y todavía en la cama de los remordimientos, le indicó que la naturaleza había desatado ya con gran entusiasmo un diluvio de aguas pesadas y muy suficientes para cargarse a los vivos y a los muertos del coqueto cementerio de la loma. Por eso se puso de pie y todavía descalza se aproximó silente a la ventana de su cuarto con vista plena al monte milenario y recorrió el visillo amarillento con un dedo flaco y tembloroso. El agua dulce de los cielos se precipitaba a torrentes sobre el pueblo y, si bien se podía afirmar que con intenciones de desastre, también se podía suponer que purificaría la vida removiendo las anquilosadas conciencias de las gentes como seguramente removía a placer el polvo grueso asentado en las lápidas.La lluvia caía a chaparrones mientras don Modesto Magañas elevaba la masa por sobre su cabeza para descargarla con violencia en el tablón de madera provocándole burbujas. Mucha de su fuerza provenía del gran dolor que sentía vivo en el pecho. Alzaba amenazante la masa de cincuenta kilos y su mujer se corría a los rincones mordiéndose las uñas de los diez dedos. Luego la descargaba emitiendo un alarido propio de un guerrero guaraní en la vieja guerra del 32 y por unos segundos parecía haber quedado por fin un tanto desahogado del dolor que oprimía su corazón. Ese torpe desfogue de su pena concluía cuando a cuatro manos hacían las pelotitas para asentarlas en las cinco charolas negras y curtidas, y las metían a las fauces del homo para que se cocinaran primero a fuego lento por los profundos interiores y luego con fuego de arrebato para lograr la superficie crocante.Al cabo de un momento volvía a hacer lo mismo con la segunda pero usualmente última horneada.Ya había pasado cerca a un año de la desgracia cierta que le significó cargar de un cartucho de escopeta al lindo niño de los amigos Armanzares. Como si se tratara de un murciélago, Modesto Magañas había escuchado un aleteo persistente en el balconcito de juguete del cuarto de su hija, como si el pájaro de mal agüero porfiara en entrar buscando la tristísima luz de las velas. En ese instante pensó que debía levantarse de cama, buscar sus pantuflas en la oscuridad, y armado de un trapo ingresar al cuarto de su hija para de una vez espantar al bicho, pero la flojera de su cuerpo pudo más y volvió a su sueño de almendros en flor en el jardín de una preciosa señora sin nombre asentada en la lejana ciudad de Tarija durante los viejos años de la dictadura militar.Al poco rato volvió a despertar por el mido de fierros y aletazos en el balcón y decidió sentarse en la cama, no buscar las pantuflas pero sí llevar el trapo de desempolvar que su mujer guardaba en el tocador y dirigirse al dormitorio de Rosario para espantar al alado. En esa ocasión tampoco hizo el esfuerzo de levantarse porque su mujer lo encontró a manotazos mientras dormitaba con un ronquido propio del agua en las cavernas y lo sostuvo del brazo con las uñas clavadas en su carne. Él se reacomodó en la cama como un niño bueno y volvió a dormirse.Pero los aletazos en el balcón se sucedieron furiosos y Modesto abrió los ojos volviendo apurado del sueño. Apenas necesitó de unos minutos por puro trámite para mal entender lo que sucedía. Se sentó en la cama cansado del cuerpo, buscó sin ganas sus pantuflas y no las halló, agarró el trapo con la convicción con que se empuña la pistola, y caminó en la oscuridad hacia el cuarto de su hija.Modesto Magañas recorrió con los ojos cerrados esos tres pasos que separaban un cuarto del otro. Tenía el cabello muy alborotado, con los rizos negrísimos en completo desorden y alterados debido al sueño de angustias y esperanzas mentirosas que le había tocado vivir sobre la almohada en un primer intento de descanso. Pese a los ojos cerrados, no estiró los brazos ni las manos para adelante y así evitar chocarse con algún bulto de sombras. Se limitó a farfullar exhibiendo sin pudor sus párpados morados, propio de los moros en la península durante la Edad Media y algunas aureolas secas y arenosas de lágrimas soñadas. El pijama abierto en el pecho. El pantalón en medio culo, amontonado sobre los pies desnudos.Por alguna extraña razón, los tres pasos le parecieron una distancia infinita.Pero no abrió la puerta porque un quejido de gozo propio de sábanas lo detuvo en seco y además lo sacó de la modorra de muy mala manera (de los cabellos, propiamente) y lo puso de pie en la mera realidad sembrada de vidrios puntiagudos. Sacudió la cabeza para comprender la situación con la inquieta mirada buscando dónde estaba el equívoco, pero únicamente halló la verdad abrumadora esperándolo al otro lado de la puerta con los dientes pelados. Pegó el oído en la tabla como si se tratara de un último recurso al cual asirse y lo que oyó le agolpó el corazón en la garganta, le desordenó el curso natural de su sangre y de su respiración y lo obligó a resbalar al piso. Los quejidos de animal feliz se mezclaban con los bufidos muy propios de los embates en las sangrientas corridas de toros, y las palabrotas agudas y graves parecían explotar como los fuegos luminosos en el aniversario del pueblo, sólo que con más pólvora.No tuvo más corazón para escuchar tanta fiesta, así que se puso en pie con las fuerzas justas y volvió a su dormitorio en puntas, todavía con la conciencia necesaria para no despertar a su mujer, abrió las puertas pobres de su ropero y buscó entre sus pocas ropas, y entre sus pocos sombreros y cajas, la enorme escopeta de los tiempos de la cachaña, verificó con dedos temblorosos la posición de los cartuchos y se mordió los labios a tiempo de ejercitarse apuntando a la luna en la oscuridad.Con el ceño fruncido y las lágrimas corriendo por sus mejillas volvió sobre sus pasos amartillando el arma, pero cuando pegó el oído en la puerta no escuchó ni quejidos ni palabrotas sino el aleteo torpe del murciélago en la verja del balcón, en los vidrios exteriores, y pensó ofuscado que el truhán se le escapaba hacia la calle todavía desierta de almas.No le importó el riesgo de resbalar en las tantas gradas debido a sus pies con las plantas desnudas, ni tampoco que lo cogiera alguna brisa fría o quizás un tanto envenenada proveniente de las profundidades aún salvajes del monte cerrado. Bajó a los tropezones apurados profiriendo amenazas y maldiciones con la saliva empapándolo todo, y apenas alcanzada la acera se llevó el arma a la posición adecuada para cazar palomas gordas y enfocó el pequeño balcón donde el niño de los queridos Armanzares se desesperaba a manotazos llamando a su hermano mayor.El estampido de la escopeta rompió en varios pedazos aquella noche cargada de luminosas estrellas y sospechosos augurios, y la dejó convertida en cristales rotos entre las piedras de la calle. El niño lindo cayó fulminado de perdigones en la espalda y la cabeza, pero todavía tuvo tiempo de llamar a su hermano una vez más mientras se moría en el aire.Don Modesto Magañas elevaba las enormes y pesadas masas de pan y las descargaba sobre el tablón con la furia de aquél recuerdo que jamás se cansaba de perseguirlo. En cada golpe intentaba aliviar tanta frustración sin igual por no haber matado a quien lo merecía y por haber despachado hacia el cielo a un niño que, más bien, merecía seguir viviendo. Sus golpes secos y contundentes elevaban la harina oculta en las rajaduras de la tabla, en la misma piel de la masa, como también hacía volar por los aires las lágrimas de su mujer confundidas con las propias.Nada había vuelto a ser lo mismo desde aquella noche maldita. Con el estruendo de la escopeta se levantaron los vecinos y asomaron el rostro de ceño fruncido para curiosear la calle. Se despertó su mujer y apenas le fue posible comenzó a dar de gritos mientras se jalaba los cabellos. Rosario se envolvió el cuerpo desnudo con las sábanas y salió del cuarto al balcón sin ni siquiera parpadear. Bajó la mirada para observar al niño estrellado en la calle, ahogó un sollozo que le brotó en el pecho y retomó a su cuarto de manera lenta, dejando que la luz de la luna resplandeciera en la palidez de su espalda.Damián Armanzares bajó al instante apenas vestido. Cubrió con su cuerpo de adolescente el cuerpo de niño de su hermano y se quedó llorando hasta que el policía del pueblo lo desprendió con algo de fuerza. Como si lo sucedido fuera otra historia, a Modesto le inspiró una pena honda el llanto de aguas del muchacho por la trágica muerte del pequeño. Inclusive pensó, en ese instante de lágrimas y suspiros, en consolarlo y pedirle perdón. Pero algo de conciencia del hecho cierto retuvo su mano y acalló sus palabras. Dejó que las tantas gentes se llevaran el cadáver, se llevaran al adolescente y lo llevaran a él mismo a la cama única del hospital para hacerlo dormir y dormir durante días y noches interminables con los recursos de brujo de la medicina chaqueña.Cuando por fin se despertó, su mujer lo miraba con ojos de pena pero también con ojos de horror. La vida debía continuar aunque nadie tuviera las ganas para hacerlo. Rosario se defendió del drama provocado por sus desbordes quitando de cuajo el habla a su padre y cerrándole la puerta de su cuarto con pretensiones perpetuas. Apenas mantuvo el estrictísimo contacto con su madre y se aisló de la gente con las ventanas veladas por los visillos.No hubo cargos contra Modesto Magañas porque el pueblo supo de siempre el rol de los padres en esos pueblos librados de la mano de Dios. A tiempo de comprarle pan en las madrugadas y en los atardeceres, parecía ya costumbre regalarle un par de palmotazos en la espalda a manera de alivio y motivación para seguir viviendo. Él había actuado correctamente para la moral del pueblo, y en la cantina se opinaba que inclusive debió corregirse el error disparando nuevamente pero al culpable, para ahorrarse el drama y la desesperación de verlo en la calle y tener que recordar la pesadilla desde el principio.Rosario vivió encerrada en su cuarto, atisbando detrás de los visillos amarillentos, mientras tonadeaba melodías que acababa de inventar. Había pensado hasta la fatiga que lo suyo no tenía mayor explicación que el dedo del divino apuntando a su frente. No podía comprenderse de otro modo su desgracia. Del fragor del amor incomparable había caído a la tumba helada y profunda de los muertos en vida. Ahora le tocaba, quizás para siempre, vivir sin alma viendo cómo se inundaba el monte y bajaba la mazamorra roja con ánimo de enterrar todo el pueblo. Pasadas las lluvias vería llegar el viento y doblar hasta el crujido los grandes árboles, desbaratar los techos y llevarse por los aires sueltos los secretos de la gente pobre. Siempre desde su posición tan obsesivamente emboscada vería a la persistente garúa del invierno pinchar el vidrio de su ventana, clavarse en lo que encontrara a su paso y vaciar las calles de gente y de caballos. Pero tampoco exclamaría de alborozo cuando la alegre primavera pintara de colores extraordinarios a las menudísimas margaritas de monte y el pueblo se convirtiera en una maceta inmensa cultivada con todo el primor posible por el bienhechor.Su vida simple consistía en levantarse de cama para observar por la ventana sin que nada le importara y retomar a ella para dormir despoblada de sueños, con los ojos abiertos como los insomnes luceros, sin moverse ni para respirar, clamando por un llanto profundo que la vaciara de tanta pena.Así pasaron los años. Un día Modesto Magañas quiso levantar como siempre la masa de pan y su espalda quedo tiesa en el intento. El curandero tuvo que alzarlo en vilo, depositarlo en una cama improvisada en base a un recio tablón de quebracho cubierto con una frazada, amarrarle cuatro bolsas de arena del río a los pies, y esperar que las vértebras se condolieran con él y dejaran escapar el nervio que tenían aprisionado.Otro día, la etérea señora Magañas sintió el vértigo nítido del dolor de corazón y se fue de bruces por las gradas hasta el rellano de la puerta. El solícito curandero la levantó del piso y la recostó en la cama matrimonial diciéndole que todo lo que debía hacerse era trascender tanta desgracia para atisbar el horizonte de la paz. La señora asintió moviendo su afilada quijada pero sin la convicción que se requería. Por eso el mismo hombre se animó a golpear la puerta de Rosario e inclusive abrirla para conversar con ella. La encontró apoyada de costado contra la pared atisbando a la calle donde no pasaba nada, y se asustó de la profundidad de las cuencas de sus ojos, de la tirantez de la piel donde los pómulos porfiaban en brotar y de lo chupada que estaba su boca pese a que aún transitaba por la edad de los besos, y no pudo evitar un sobresalto.La impresión que le causó la muchacha le quitó el habla y hasta pudo dejarle en blanco la cabeza. Por un instante de terror se quedaron mirando uno al otro sin atinar a saludarse, y sólo cuando el curandero recuperó el dominio sobre su razón se estableció una conversación plagada de vacíos y baches difíciles de sobrellevar.De todas formas Rosario salió de su habitación sintiendo el mareo de la gente que ha olvidado caminar y tuvo que apoyarse en las paredes, en los muebles pesados, para llegar a la puerta del cuarto donde yacía su padre a la manera de los torturados en la Santa Inquisición, y luego a la otra puerta para observar a su madre con una bolsa de agua caliente sobre la frente y la botellita de intenso zumo de perejil que la devolvía a la realidad con toda la naturalidad de la medicina de botica.Su vida se modificó. Durante la noche cerrada se ponía de pie como si tuviera la fortaleza de ánimo necesaria y curioseaba atenta en cada uno de los cuartos y hasta se animaba a posar la mano en la frente de sus padres dormidos. Durante la mañana bajaba a la cocina a preparar los brebajes de avena espesa y volvía a subir para ayudarlos a desayunar y para cubrirlos, bien con la frazada o con la mantilla liviana, y para rellenar las almohadas con golpecitos delicados de puño. Después se metía a su cuarto dejando la puerta entreabierta y volvía a su vicio tonto de mirar pasar la vida por la calle.Rosario parecía realizar aquellas tareas de samaritana con la simple y elemental memoria de las manos y sin que mediara su conciencia en ningún momento. Caminaba de un cuarto al otro como alma en pena, arreglaba el desajuste, asistía si hacía falta, bajaba las gradas, las volvía a trepar, pero su mente en blanco no le mandaba orden alguna aunque sus manos trabajaran sin descanso. Sus padres la observaban sin decir palabra pero esperanzados de que un día pudiera restablecerse la armonía familiar perdida. Modesto se motivó al verse bajo su cuidado y hasta fingió de una fiebre alta para que su niña posara su mano delicada en su frente. Su madre fingió estar dormida y se puso a contar tristísimos cuentos de abuela con final feliz, siempre con el ánimo de provocarle llanto y aliviarla. Las muchas jomadas se llenaron de artimañas con el sólo afán de recuperar el cariño perdido de su hija como el pasado feliz.La panadería volvió a abrirse al cabo del tiempo, pero Modesto tenía el impedimento de trabajar la masa. En cada intento ejercitado, la punzada propia de una aguja de coser cuero le provocaba un aullido que paralizaba sus movimientos. Entonces la señora Magañas pensó que ella debía intentar hacerlo razonando que más valía la astuta maña que la fuerza bruta, pero una vez que metió las manos por debajo de aquel peso, sintió que las perdía para siempre y hasta derramó lagrimas asustadas en el intento desesperado de sacarlas sin ni siquiera mover la cosa o perturbar su forma. Esas pocas madrugadas les espantaron el optimismo y más bien les instalaron el crudo desaliento.No había caso. Si deseaban trabajar la panadería necesitaban de dos brazos fuertes de hombre, pero garabateando números con el cuchillo sobre el tablón se advertía que mucho más barato resultaba no trabajar. Así que se volvió a cerrar la puerta del negocio familiar trancándola con la silla de los anuncios de pan fresco sobre la acera, pero ahora con la angustia veraz del agotamiento de las monedas en la lata del ahorro.Don Modesto Magañas comenzó a desesperarse de la situación como un niño con pataleta. Sentado en la silla de su dormitorio, jalando nervioso los suspensores con los dedos gordos de ambas manos, escarbaba ideas en su cabeza de rulos libres. Su mujer hacía otro tanto, pero pellizcándose el cuello. Ya habían discutido la posibilidad de elaborar masas más pequeñas capaces de ser manipuladas inclusive con las fuerzas suaves de una mujer, pero advirtieron que el homo ardería más tiempo, que se necesitaría mucha más leña que antes, y que la misma masa descansaría demasiado sobre el tablón y luego sería un milagro que se hinchara.Rosario también buscaba la solución pero en la soledad de su cuarto. A ella le parecía que el negocio de la panadería era muy inteligente y que bien podía hacerse cargo de mantener la familia por siempre. Así que con esa convicción férrea cerró los ojos y dispuso pensar la situación con toda la sensatez posible. Ante el escollo sin solución que se planteaba, no quiso respuestas del manual de las artimañas ni de las soluciones de ingenio más que barato. Se mantuvo apretando los ojos como si le doliera algo y pensó mientras caía la lluvia tupida y luego escampaba, siguió pensando cuando su padre estrelló la silla contra la pared y su madre pareció desvanecerse de la impresión y aún pensó más cuando murió el día y afloraron las estrellas y el croar de las ranas, y aún siguió pensando cuando despuntó el alba y un ligero y penetrante vientecillo barrió la calle desolada.Salió de su casa a esa hora temprana envuelta en una mantilla negra desde la cabeza hasta la espalda. Lo hizo sin dudar y después de tantos años de encierro hermético, y por eso es que primero la atacó el mareo propio de los remolinos del río y luego sus pasos parecieron enredarse entre sí, pero a ella no le importó. Caminó de todas formas hasta llegar a la esquina bella de la plaza, recorrió todo el frente de la iglesia y se detuvo en la puerta del bazar de los sirios Exeni. A pesar de la hora, esperó que pasara un carretón jalado por un buey viejo y conducido por un mataco que la saludó de muy buena manera sacándose el sombrero. Cruzó la plaza en diagonal pero con los oídos suficientes para escuchar el trino maravilloso de los canarios y el chapuceo atropellador de los loros. Llegó a la otra esquina y se detuvo ante la puerta de madera gruesa de Damián Armanzares. Antes de golpear con el aldabón, se repitió lo que venía pensando desde hacía tantísimo tiempo: que de todas formas con él funcionaría la panadería y la vida misma.