El misterio de las revoluciones

Martín Caparrós Esto hace un mes no se podía ni siquiera imaginar”, dicen, repiten. Lo escuché tantas veces estos días, en Managua: que nadie —nadie es nadie— lo previó, que todos creían que Ortega era una roca, que fue una gran sorpresa, que dura todavía. Que ahora quién sabe...

OPINIÓN
OPINIÓN
Martín Caparrós

Esto hace un mes no se podía ni siquiera imaginar”, dicen, repiten. Lo escuché tantas veces estos días, en Managua: que nadie —nadie es nadie— lo previó, que todos creían que Ortega era una roca, que fue una gran sorpresa, que dura todavía. Que ahora quién sabe lo que va a pasar. ¿Cómo empieza una revolución? ¿Por qué empieza una revolución?

Nicaragua estaba hundida en un sopor de años. La gobernaba con mano de hierro y de banderas y de dólares una de las parejas más coloridas del continente verde loro: el comandante Daniel Ortega Saavedra, de 72 años, y su esposa y vicepresidenta y poeta y hechicera Rosario Murillo Zambrana, de 66. Ortega ya gobernó Nicaragua 11 años entre 1979 y 1990 y otros 11 desde 2007, y no quiere dejarlo. Como otros jefes latinoamericanos recientes, se entregó a la tentación de sí mismo. Para cumplirla, armó una Constitución que le garantizaba la reelección eterna. Y nadie parecía en condiciones de impedirlo.

Su base era sólida: le había dado a la Iglesia católica un espacio de peso y las leyes más duras del mundo contra el aborto; les había dado a los empresarios más ricos las garantías y las facilidades y más y más negocios; le había dado satisfacción al FMI. Durante varios años su país había crecido al 4% anual; hasta que la caída de Venezuela resquebrajó el espejo. Pero mantenía el apoyo de un buen tercio de la población, la tolerancia de otro, la obediencia de los empleados públicos, el sostén activo del Ejército, el control férreo de la Policía y los parapoliciales, el hastío indolente de los jóvenes.

La política de palo y zanahoria funcionaba, pero empezó a escasear la zanahoria. A mediados de abril, apurado por problemas de caja, el comandante Ortega decidió anunciar un recorte de las jubilaciones y un aumento de las cotizaciones al Instituto Nicaragüense de Seguridad Social. Sus aliados empresarios se sorprendieron: normalmente, el comandante consensuaba esas políticas con ellos, y esta vez no lo hizo. Era un tropiezo, nada grave.

Tampoco lo serían las dos o tres pequeñas marchas con que unos pocos viejitos intentarían rezongar. Pero en la de León, la segunda ciudad más grande del país, el 18 de abril, unos muchachos sandinistas atacaron a los viejos. Las imágenes inundaron las redes sociales. Esa tarde, estudiantes decidieron protestar. Eran tan pocos que se citaron en un paseo de compras de la periferia de Managua, Camino de Oriente, con la esperanza de que allí no llegaría la larga mano.

Llegó. El gobierno de Daniel Ortega siempre se tomó en serio aquello de que el Estado debe tener el monopolio de la violencia. Para eso cuenta, por supuesto, con una Policía y un Ejército, pero también con esos grupos de matones que los nicaragüenses llaman “la turba” o “los motorizados”. Suelen llegar en moto, suelen estar empleados en alguna dependencia estatal, suelen intervenir cuando hay que defender la causa popular con cachiporras o, si acaso, plomo.

Esa tarde, en aquel mall, empezaron a repartir palazos, a robar a periodistas, a quebrar cabezas. Bajo la atenta mirada de la Policía. Era el remedio habitual para los muy escasos revoltosos: los ponías en su lugar y se calmaban. Pero esa noche miles los vieron por televisión, miles por las redes y sintieron que ya era suficiente. Al otro día, miles y miles salieron a la calle.

Más del autor
Tema del día
Tema del día
YPFB y los falsos discursos
YPFB y los falsos discursos