Crónicas: Cumplir 31 en medio de una cuarentena
Nunca me imaginé que cumpliría mis 31 años en una cuarentena porque el mundo se encuentra atravesando una pandemia. El coronavirus superó el millón de contagios y los 50.000 muertos en el mundo. Tampoco había pensado que cumplir años era tan importante. Despierto y siento la suerte de...
Nunca me imaginé que cumpliría mis 31 años en una cuarentena porque el mundo se encuentra atravesando una pandemia. El coronavirus superó el millón de contagios y los 50.000 muertos en el mundo. Tampoco había pensado que cumplir años era tan importante. Despierto y siento la suerte de paisaje que me toca mirar tras la ventana. Las ramas del nogal se mecen y muestran el gris del día. No puedo dormir con las ventanas cerradas, nunca pude.
Entra el aire frío que huele a tierra mojada, sinceramente no quiero levantarme. El Lucas tampoco quiere. A él lo encontré hace casi seis años en el cementerio de Sucre, cuando pensé en llegar a esa ciudad buscando un título profesional y a cambio me traje varios cajones de historias. Amor, desamor, aventuras, montañas, amaneceres y algunas tardes.
Me levanto y abrazo a mi mami. Mi compañera de cuarentena y mi maestra en esta y otras vidas. “Quiero que seas feliz porque la vida es muy corta”, me dice y me aprieta a su pecho que aún sigue siendo el lugar más cálido de mi mundo. Es viernes y nuestros números de identidad nos permiten salir. Ella va primero y yo después.
Salgo y la calle está vacía. Extraño a mi papi. Hasta hace algunos años había vivido extrañándolo a pesar de tenerlo cerca. Cuando mis padres se divorciaron yo sentí que él también se había divorciado de mí y tarde años en comprender que jamás se había despegado. Extraño a mí hermano mayor. Una vez, cuando era muy pequeña detrás de la puerta de mi cuarto había una tormenta humana. Una pelea campal entre dos corazones. Él trajo su guitarra, acarició las cuerdas, me cantó canciones y lo curó todo.
Llego al supermercado y compro harina para hacer una pizza. Paso por las heladeras de cerveza y me saco tres. Pago y salgo. En un árbol hay colgada una cajita de cartón y un corazón. “Buen día. Si le gusta el cedrón y menta para dale más sabor a su mate, solo lleve y disfrute”, decía su mensaje. Sonrío y me saco un manojito de hierbas con un hilo rojo. Le quito el hilo y me lo amarro en la muñeca izquierda, para no extrañar tanto.
Vuelvo a casa y un hombre que caminaba delante de mí empieza a cantar. Sonrío de nuevo y él también me sonríe cuando me mira. Sí, estamos en cuarentena, pero seguimos aquí, pienso. Nunca imaginé que este encierro también me enseñaría a valorar tanto lo que tuve. El abrazo de mi familia, los ojos de mi hermano. Esa tarde con el sol rojo donde juré que te amaría lo que me dure, el viento de los cerros que mecía los árboles y hacía chillar a los pájaros, correr hasta perder el aliento, la banca de la plazuela Sucre en la que reímos hasta no poder más, verte cada tres lunas y escaparme en el alba.
Entro a mi casa y destapo la cerveza. Salud por los mejores 31 años, pienso.
¿Quieres contarnos como lo estás viviendo? Mándanos tu texto o tus fotos a [email protected]
Entra el aire frío que huele a tierra mojada, sinceramente no quiero levantarme. El Lucas tampoco quiere. A él lo encontré hace casi seis años en el cementerio de Sucre, cuando pensé en llegar a esa ciudad buscando un título profesional y a cambio me traje varios cajones de historias. Amor, desamor, aventuras, montañas, amaneceres y algunas tardes.
Me levanto y abrazo a mi mami. Mi compañera de cuarentena y mi maestra en esta y otras vidas. “Quiero que seas feliz porque la vida es muy corta”, me dice y me aprieta a su pecho que aún sigue siendo el lugar más cálido de mi mundo. Es viernes y nuestros números de identidad nos permiten salir. Ella va primero y yo después.
Salgo y la calle está vacía. Extraño a mi papi. Hasta hace algunos años había vivido extrañándolo a pesar de tenerlo cerca. Cuando mis padres se divorciaron yo sentí que él también se había divorciado de mí y tarde años en comprender que jamás se había despegado. Extraño a mí hermano mayor. Una vez, cuando era muy pequeña detrás de la puerta de mi cuarto había una tormenta humana. Una pelea campal entre dos corazones. Él trajo su guitarra, acarició las cuerdas, me cantó canciones y lo curó todo.
Llego al supermercado y compro harina para hacer una pizza. Paso por las heladeras de cerveza y me saco tres. Pago y salgo. En un árbol hay colgada una cajita de cartón y un corazón. “Buen día. Si le gusta el cedrón y menta para dale más sabor a su mate, solo lleve y disfrute”, decía su mensaje. Sonrío y me saco un manojito de hierbas con un hilo rojo. Le quito el hilo y me lo amarro en la muñeca izquierda, para no extrañar tanto.
Vuelvo a casa y un hombre que caminaba delante de mí empieza a cantar. Sonrío de nuevo y él también me sonríe cuando me mira. Sí, estamos en cuarentena, pero seguimos aquí, pienso. Nunca imaginé que este encierro también me enseñaría a valorar tanto lo que tuve. El abrazo de mi familia, los ojos de mi hermano. Esa tarde con el sol rojo donde juré que te amaría lo que me dure, el viento de los cerros que mecía los árboles y hacía chillar a los pájaros, correr hasta perder el aliento, la banca de la plazuela Sucre en la que reímos hasta no poder más, verte cada tres lunas y escaparme en el alba.
Entro a mi casa y destapo la cerveza. Salud por los mejores 31 años, pienso.
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